Llevo quince minutos recargada en la puerta, mirándolas, como
esperando que me respondan, que me digan ¿qué hacer, qué sigue?
Aún recuerdo la última vez, ¿o las últimas tres?; parecía
tan real, ese último esfuerzo, esa última pelea, ese último ruego que nunca han
logrado ser los últimos.
Ya no le encuentro sentido a mentirme a mí misma, siendo sinceras
hace bastante que dejé de creerme, de creernos. Fue por eso que ni siquiera me
tomaba la molestia de llenarlas. Cada vez que necesitaba un renovado “último adiós”
agarraba las maletas vacías y te decía que no podía seguir más con ésto, que necesitábamos
cortar lo por lo sano; sabía que tu respuesta sería el más tierno de los
llantos, y el abrazo más cálido, sabía que de la frustración pasaríamos al
romance y que esa, como tantas otras ya, sería un noche inolvidable. Sabía
también que no sabrías que estaban vacías, que ni siquiera te darías cuenta.
Sabía que una vez más, no me iría.
Hace tres semanas que no pasamos más de dos noches juntas,
hace varios días que pienso en éstas maletas, en tomarlas otra vez, en que me
detengas en tus brazos y pasemos otra acostumbrada noche inolvidable.
Por fin un dolor en la espalda me orilla a escuchar la
respuesta, cierro la puerta del closet, pienso ridículamente en que debí despedirme
de ellas. Por fin entiendo que la primera vez que deje vacías estás maletas,
nosotras lo estuvimos la una de la otra.